La Llama Eterna: Relato XXXIII –El Milagro de la Virgen Hueca-

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

        Habían sido cuatro años de cartas y flores, a la espera de preparar la boda, y de que él se preparase espiritualmente para el importante paso que constituía convertirse en esposo de la muchacha; al fin y al cabo, a sus setenta y un años, todavía no dejaba de aprender cosas; por ejemplo: leyendo el periódico en su viaje en tren, acababa de enterarse de que, ahora, los telégrafos ya no tendrían hilos; en fin, que el Mundo cambiaba muy deprisa, y que acaso él debía hacerlo, tras toda una vida célibe; pero, necesitaba estar seguro de ello.

Citó a la Joven y sus padres, nada menos que en un reservado del hotel donde ésta trabajaba de doncella. Ese día ella libraba, y se vistió con uno de los vestidos que él le enviase por correo: sin florecitas, ni bordados tontos; un vestido “decente”, de sobrio azul celeste, que casaba con sus ojos, que esa tarde se le antojaban algo tristes.

El viejo Maestro, no quiso desaprovechar la oportunidad de saludar al Gerente del hotel; a quien encareció que cuidase bien a Ida, porque era dulce y trabajadora.

Luego bebió un largo trago de la suya, y contempló a sus futuros suegros; veinticinco más jóvenes que él, que se habían vestido con sus galas dominicales para recibirle. Suponían que había venido desde Viena a Berlín, para fijar la fecha de los esponsales.

Ida, aquí la aludida, se sonrojó; y buscó refugio para su pudor en el fondo de su taza de té.

Anton Bruckner, apuró media jarra de cerveza en un segundo trago. Le daba mucho apuro expresar el quiz de sus reservas.

Los Padres, iban ya a responder afirmativamente, pero se percataron de que era una cuestión demasiado delicada, como para decidir por la Joven. La miraron. Los labios de Ella, se deshicieron en un espasmo, y rompió a llorar desconsolada.

La Madre, la abrazó contra su pecho; y el Padre, consternado, meneó con pesar la cabeza ante el viejo Maestro. Éste, sonrió con dulzura.

Y, para aliviar la tensión del momento, pidió cerveza para los cuatro.

Anton Bruckner, llegó a tiempo para tomar el último tren en dirección a Viena. Ida, ya no sería parte de su vida, pero siempre tendría la Música, su templo más sólido; el altar de todas las pasiones que no habían logrado traspasar el umbral de su carne; y, animado por el traqueteo del tren, su mente, todavía con los efluvios de la cerveza, comenzó a pergeñar una nueva sinfonía.

En su casa Berlinesa, Ida se metió en la cama tras dar el beso de buenas noches a su madre; cuando se cercioró de que ésta no volvería a entrar, sacó algo que escondía bajo la almohada: era la figurilla de una Virgen Católica; un ídolo según su propia Confesión; una hueca vacía de escayola, que había comprado a escondidas en una tienda de cosas de Santos. Dado que no sabía cómo adorarla, la cubrió de besos, al par que decía:

Muchas gracias, virgencita. Gracias por salvarme. Gracias por permitir que no haya pasado. Por toda la Vida; por siempre, gracias, gracias, gracias…

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