La Llama Eterna: Relato XXXII –Una extraña forma de penitencia -

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

    El concierto acabó en medio de desconcertados, y muy tibios aplausos; incluso hasta se escuchó algún silbido que, los bienpensantes, no se molestaron en reprobar.

Los presentes ya iban abandonando sus asientos, comentando también lo poco afortunada que fuera la conclusión del concierto. La mujer añadió que: “deberían considerar delito, escribir una música así”.

En esto, una voz trémula y vidriosa, como proveniente del interior de una botella rota, les sobresaltó.

Se volvieron. Era el tipo desaliñado y ojeroso que había estado sentado detrás de ellos durante el concierto. El Hombre, apestaba indudablemente a alcohol.

Floyd y Peggy, se miraron consternados, y dirigieron sus pasos hacia la salida; pero el Hombre, que obviamente también tenía que salir por el mismo lugar, continuó tras ellos con su letanía.

El Matrimonio, alcanzó nerviosamente la puerta, pero el Tipo era persistente; y, gracias a su extrema delgadez, lograba hacerse hueco entre la multitud que también aguardaba para salir.

No querían saberlo; pero todos los taxis que pasaban frente al teatro estaban ocupados. Peggy, se subió el cuello de su abrigo de armiño, para taparse los oídos.

Al fin paró un taxista. Peggy y Floyd, se arrojaron a su interior. El vehículo se alejó de allí; y, aunque al llegar a casa, se metieron bajo la ducha; tardaron varios días en librar a sus conciencias del hedor a whisky de Aquél hombre.

Cuando Raymond Norwood Bell, ex soldado de primera clase, y cocinero del Ejército de los Estados Unidos, comprendió que ya no quedaba nadie en las inmediaciones de teatro con quien hablar, se dirigió a un bar. Allí, pidió otra copa, la novena o décima del día; ya había perdido la cuenta. En aquellos malditos diez años transcurridos desde el “accidente”, había intentado ahogar sus remordimientos en alcohol; pero éstos, al igual que la inmundicia, volvían a aflorar, una y otra vez, tras disiparse la resaca.

Curiosamente, en los últimos años, había encontrado una extraña forma de penitencia: asistir a todos los conciertos en los que se programase la música del hombre que él había matado. No era empresa fácil, porque eran pocas las orquestas del país que se atrevían a hacerlo. Pero, cuando en alguna, anunciaban las “Vagatelas para Cuarteto de Cuerda”, o sus piezas para orquesta; ahí estaba él, en una butaca barata; imaginándose que era la voz de Anton Webern, hablándole desde el Más Allá, la que se materializaba a través de los instrumentos de la orquesta.

Y, entre sus entrecortadas réplicas; que ocasionalmente provocaban protestas en los asientos contiguos; Bell, no dejaba de preguntarle, una y otra vez, ¿Cómo era posible que toda aquella música, en teoría escrita mucho tiempo antes del fatal encuentro entre ambos; fuera capaz de describir, con tal precisión, los terribles sentimientos que él no había dejado de experimentar desde entonces.


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