La Llama Eterna: Relato XXX –El día en que Caruso se rompió en pedazos-

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

     Lo que hubiera dado por un cigarro egipcio. La trágica velada de su último “Elixir d’Amore”, cuando su lengua se rasgó de parte a parte, en medio del primer acto, haciéndole sangrar por la boca; su primer pensamiento fue:


El Público, como durante la mayor parte de su carrera, se comportó con veneración religiosa. Nadie protestó. No se llamó un sustituto; y ni uno solo de los asistentes reclamó el dinero de la entrada. Sin duda estaban seguros de haber presenciado algo histórico: el día en que Caruso se rompió en pedazos.
Apenas tres semanas antes, el Templo; que fuera un día su voz, se derrumbó metafóricamente y literalmente, al caerle en la espalda una de las columnas de cartón piedra del acto final de “Samson”; cuando éste mata a los Filisteos. El impacto le golpeó en la zona renal, produciéndole un dolor que hasta entonces no había cesado; y que, por si fuera poco, obró como “piedra imán”, para otras dolencias.

Al día siguiente sufrió un ataque de tos frente al espejo de Canio, mientras cantaba elVesti la Giubba de “Il Pagliacci”; después, sufrió migraña y un agónico Eleazar en “La Judía”. Y de golpe, le diagnosticaron pleuresía y un enfisema. Tuvieron que operarle siete veces consecutivas. Dorothy, no dejaba de mortificarse. Él siempre le había insistido en que no olvidase la bolsa de amuletos que ocultaba estratégicamente en algún pliegue del vestuario que llevase su personaje, en escena. Entre los amuletos: había una mano de Fátima, un escarabajo de ágata comprado en El Cairo, una apergaminado de trébol de cinco hojas, y la pata de un conejo albino. Los había ido recopilando a lo largo de toda su vida, y siempre le dieron suerte. El trébol lo había llevado consigo en su espectacular debut  en L’Scala, con “La Boheme”. Había pasado ya una vida de aquello; exactamente la que presentía escapársele entre los dedos como grana rallado para los tortellini; y, por cierto, lo que hubiera dado en ese momento por un plato. Acaso, el riñón sano que le quedaría después de que le extirparan el afectado por la caída de la columna. Pero le habían impuesto una dieta rigurosa hasta aquella operación, que esperaba que fuese la definitiva.

Los últimos ocho meses, sus dolencias no habían remitido exactamente; más bien, se fue acostumbrando a ellas: el dolor en el costado de las ocho y cuarto, los pinchazos en el pulmón del mediodía, las toses con sangrado del crepúsculo.

Estaba con Dorothy en su Nápoles natal, después de un agradable mes de julio en Sorrento. Quería ir viendo los lugares donde había ido transcurriendo su juventud, antes de acudir a la cita con los médicos en Roma. Ya que no podía beberse una copa de “Lacryma Christi”, ni saborear un Ragù del Guardiaporta, al menos podría enseñarle todo aquello a su esposa americana.

Y él consintió, un tanto dubitativo al principio; pero, a ella le gustó ver la fachada del modesto edificio, y la iglesia cercana de San Juan y San Pablo, donde le bautizasen.

Pero ella le dijo que ese lugar era una parte de su personalidad; y que, viendo su maravillada expresión, al redescubrir rincones de cuya existencia se había olvidado, estaba conociendo, por primera vez a Errico, la versión napolitana de su nombre, con la que fuera bautizado, y que abandonó para siempre, al convertirse en el Gran Caruso.

Y logró convencerla de lo imposible. La llevó hasta una pequeña y sórdida trattoria, en un callejón sombrío, en la que servían una deliciosa Calzone, que se derretía entre los labios. Sabiendo lo que significaba para él, Dorothy se lo permitió, y hasta un vasito de Fiano di Avellino. Lo vio feliz; ella fue feliz también.

Le daba igual todo aquella noche; a la mañana siguiente sería otro día. Y así, en aquella callejuela mal iluminada, cantó “Coure Ingrato”, para ella. A media voz, es cierto; pero era tal su legendario caudal, que varios viandantes se asomaron para ver de dónde brotaba aquella prodigiosa voz herida.

Cuando hubo acabado de cantar, ya era completamente de noche. Ella le preguntó, con voz trémula, si había podido perdonarla.

Él se echó a reír, y eso le provocó una punzada de dolor en la costilla que le extrajeran en la cuarta operación.

A las nueve de la mañana del día siguiente, Enrico Caruso fallecía en el Hotel Vesubio de Nápoles, a los cuarenta y ocho años. Cuantos desfilaron ante su féretro abierto, se maravillaron de su plácida expresión; muy alejada del dolor pacientemente acumulado en los últimos tiempos. Sólo Dorothy, supo que su rostro irradiaba la felicidad de aquella noche napolitana, la penumbra del furtivo beso, la dulzura del vino en sus labios, la penetrante fuerza de su voz haciéndola suya por última vez. Pero no dijo nada a nadie; y ya que él no podía ofrecerle ahora, si no recuerdos, decidió guardarse para sí este postrero como el más preciado de todos ellos.

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