La Llama Eterna: Relato XXVIII –Le Petit Espagnol-
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Se decía que un intérprete de cuerda no era nadie si no
pasaba por el Conservatorio de Bruselas; pero tras un par de meses allí, él
seguía sin ser nadie; o por lo menos esa impresión daban los profesores, más
impresionados por otros alumnos de largas melenas, mucho más altos y garbosos
que él.
Una tarde se reunió, como era habitual, a los estudiantes de
varios cursos ante el cáustico profesor Melkebeke, que era el terror del
violonchelo; y al cual muchos preferían evitar.
Se pidió a varios alumnos que ejecutaran un complejo pasaje
de una sonata “betoveniana”; y, ciertamente, ninguno salió indemne de la
prueba.
Finalmente, venció sus escrúpulos, y levantó la mano. Se
había dejado el violonchelo en otra aula; porque, en realidad, sólo pensaba
mirar; pero aquello era superior a sus fuerzas.
Melkebeke, fingió no verle durante un rato hasta que, al
final, le señaló:
-¿Qué veo allí? ¿Qué asoma como una setita entre
la hojarasca? ¡Ah! Es una mano pequeñita. Levántese; pero… Que ya está
levantado. Diga su nombre.
Lo dijo. Melkebeke, se ajustó lo lentes, como si le costara
distinguirlo.
-Pero… ¿Está Usted masticando? Ya sabe que el reglamento
prohíbe comer en el Conservatorio. ¡Ah! Que es su acento. ¿De dónde es Usted?
¿Español? ¡Le Petit Espagnol! No
sabía que tuviéramos un representante de tan pintoresco pueblo entre nosotros.
¿Qué desea Usted?
Repuso que tocar.
Melkebeke lanzó un gritito de admiración, y aplaudió sin
ruido, como si se estuviera dirigiendo a un bebé que dice su primera palabra.
-¿Tocar? ¡Qué audacia! Nunca oí hablar de
pequeños españoles que tocasen el violonchelo; pero en su caso: ¿no hubiera
sido más apropiado un flautín?
Trató de ignorar el comentario, pero dadas las risas que
provocaba en su auditorio, Melkebeke prosiguió con las invectivas:
-Bueno, y ¿qué nos va a tocar?
-Lo que Usted desee.
-¡Ah! Encima repertorio a la carta; ¿se sabe
Usted “La Marcha de los Gnomos, de Montesini?
-Esa no es para violonchelo –le replicó, sin
insolencia.
-¡Ah! Claro. ¿En qué estaría yo pensando? ¿Le
apetece una facilita?
-Lo que Usted desee.
Melkebeke enarcó las cejas.
-Demasiado orgullo tiene Usted para tan poco
cuerpo. A ver si se atreve con ésta: “Le
Souvenir de Spa”, de Servais. Traiga la partitura.
-Me la se de memoria –dijo.
-Maravilloso. Seguro que la próxima semana nos
viene Usted también con la tabla de multiplicar aprendida. ¿Y su instrumento?
Pidió que le prestaran alguno; el Profesor le cedió el suyo,
fingiendo que pesaba tanto que era imposible levantarlo del suelo.
-¿Necesita Usted unas correas de alpinista?
Podemos atarle por arriba.
No necesitó Le Petit Espagnol
más acicate para tocar que aquella retaíla. Cogió el arco, y acomodó el codo;
lo cual estaba muy mal visto por aquél entonces: la norma habitual, era que el
intérprete tocase rígido, como si tuviese un libro bajo la axila; pero él sabía
que eso restaba toda naturalidad.
-¿Qué le pasa? ¿Le ha dado una luxación? –soltó
otra chanza, el Profesor.
Fue la última; porque, apenas el arco entró en contacto con
las cuerdas: una llamarada sonora brotó del interior del instrumento.
Las, hasta entonces curvadas sonrisas, se deshicieron como
cera al fuego, y el brillo de su mirada hizo parpadear, de incredulidad
primero, y luego de admiración, a los cincuenta pares de ojos posados en él.
Cuando, un cuarto de hora después, tocó la última nota; el
resto de los arcos presente, golpeó al unísono los brazos de sus butacas. No
podían hacer otra cosa.
Melkebeke, con los anteojos colgándole del cuello, se
revolvió los cabellos tratando de buscar una expresión que se adecuase a lo que
acababa de sentir. No la halló. En su lugar, hizo señas al muchacho de que le
acompañase a su despacho. Una vez allí, carraspeó en varias ocasiones tratando
de que su voz resonase lo más solemnemente grande, que le permitieran sus
cuerdas vocales.
-Una buena demostración, Canals –le dijo.
-Es Casals –corrigió él.
-Pues bien, Casals; sepa esto: contra todas las
normas de este Conservatorio, le prometo el Premio de Fin de Carrera, si acepta
Usted convertirse en alumno de mi clase de este momento.
Él sonrió complacido. Hubiera sido tan fácil decir que sí;
pero, tras meditarlo unos instantes, repuso con no menos gravedad que Melkebeke:
-Muchas gracias, Señor; pero hay algo que me
impide aceptar ese privilegio.
El Profesor quiso saber qué cosa; y él le repuso que la
vergüenza.
-¡Vergüenza! –exclamó– ¿Después de lo que acaba
de hacer, es capaz Usted de sentir algo así?
-No –le replicó tranquilamente–, hablo de la
vergüenza que experimentaría Usted, cuando supiera que me ha aceptado como
alumno, después tratar de humillarme ante todos mis compañeros; aunque, claro
está, también está la vergüenza que sentiría yo si me permitiera ser considerado
discípulo de una calaña como Usted. Y, hablando de su Conservatorio; me parece
que, pese a su fama, es en realidad un lugar más bien pequeño; no creo que haya
sitio en él siquiera para alguien como yo.
Y, dicho esto: Le
Petit Espagnol, cogió su violonchelo, y salió de allí para no regresar
jamás.
Comentarios