La Llama Eterna: Relato IX –El Maestro–

(Transcripción del programa de RNE Sinfonía de la Mañana por Martín Llade)

El maestro preguntó a uno de ellos qué eran aquellos papeles. Se aproximaba una tormenta. Pobre del desgraciado. Éste repuso entonces:


Edvar miró entonces el cajón de su pupitre, ¡la partitura! ¿Cómo se la habían quitado sin que se dieran cuenta? El maestro la tomó entre sus manos y, ajustándose los anteojos, la leyó con el ceño fruncido.
“Variaciones sobre una canción alemana Opus 1 de Edvar Grieg”. Lo buscó entonces, como siempre, en la última fila; el último de todos.

Se encogió y admitió que sí. En ese momento entró el Director del colegio al aula a coger un mapa, el maestro le enseñó las variaciones.

El Director ojeó entonces la partitura con desconcierto, y acabó sonriendo, para no quedar en evidencia, pues era obvio que no tenía ni idea de música. Luego se acercó a él y le dio una cariñosa palmada en la mejilla.

Una vez se hubo marchado, el maestro se acercó a él, también con una obsequiosa sonrisa.

Una vez consumada la humillación, entre risas de sus compañeros, lo echó al pasillo cerrando la puerta del aula de un portazo.

Al llegar a casa, la cara de Edvar era un poema. A su madre no le hizo falta preguntarle nada, pues se deshizo inmediatamente en llanto. Ella ya le había advertido que no llevase la partitura al colegio, pues nadie sería capaz de advertir allí su valor. Decidida, la madre se puso su abrigo y se dispuso a salir

Y, sin embargo, ella se fue; pero, al cabo de una hora, regresó con alguien que él conocía de vista, una celebridad local; el violinista Ole Bull. Su padre, siempre le había dicho que habían sido compañeros de colegio. Ojala él hubiera tenido compañeros así.

Lo que menos se esperaba era que se presentase allí con su violín. Bull le pasó la mano por los cabellos con mucho más mimo de lo que hiciera el Maestro.

Él repuso, que si quería, podía tocárselas de memoria al piano. Bull afirmó que sería un inmenso placer. Entraron a la casa; y, tras las vacilaciones iniciales, Edvar pudo reconstruir la partitura perdida con sus dedos. Ahora que la escuchaba así, interpretada ante un gran músico, le parecía insulsa y repetitiva; pero éste aplaudió con entusiasmo. Luego, miró por la ventana, todavía no se había puesto el Sol. Le invitó a dar un paseo juntos. Tomaron un coche que les dejó en el monte Fløyen, desde donde podían admirarse las siete montañas de Bergen.

Bull, señaló el paisaje, a la par que sacaba el violín del estuche.

Y el Maestro comenzó a tocar con su instrumento las variaciones perdidas de Edvar. Iba cayendo la tarde, y el viento comenzó a ulular, sacudiendo como dientes de león las copas de los árboles.

Y el muchacho oyó que el viento susurraba: “nunca serás nada. Nunca serás nada”. Lo que le descorazonó. Pero después, seducido por la música que él mismo había escrito y que tan hermosa parecía tocada, ya no por Ole Bull, si no por el mar y los fiordos, en los que su melodía se perdía multiplicada por sí misma; dejó de escuchar de escuchar con los oídos.

Las palabras del viento, se las llevó el viento mismo; ahora sólo quedaba un silencio de hojas secas y crisálidas de libélula, que él tendría que llenar. Y se sentía capaz de hacerlo, aunque le llevase la vida entera.


Decidido; sería alguien.

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