La Llama Eterna: Relato II -El peso de la infancia-

    Fuente: RNE Sinfonía de la Mañana (Martin Llade)

   María sostuvo el pedazo de carne entre las manos, sentía latir el pasado con rabia en las yemas de los dedos. Ya desde niña, su hermana Jacky había sido la predilecta, la estilizada, la que arrancaba piropos al pasar por la calle de Manhattan en la que vivían, aquella a la que todo el mundo preveía un futuro de estrella de cine o del teatro; ella, en cambio, era la “gorda”, la fea a la que nadie quería.

ó:
Y, sin embargo, había sido ella la que insistiera en engordarla. Pues, ¿no le habían dicho que era la robustez la que fortalecía la voz, que sólo los cantantes obesos eran los que triunfaban? Ahí tenían el ejemplo de Caruso, o, Emmy Destinn, y ¿no era cierto que Toti dal Monti obtuvo sus mayores triunfos en la época en la que estaba más llenita?

Así que la madre había comenzado concienzudamente a alimentarla a base de patatas y tocino, de huevos y pasta; y, por las tardes, le tenía reservada un plato de golosinas sobre la mesa para merendar. Lo que hubiera sido la envidia del resto de los niños del vecindario, a ella le provocaba náuseas: bastones de caramelo, bolas de coco y tabletas de chocolate con avellanas. Al padre, que era farmacéutico, no le parecía nada bien.

Desde su rincón, su hermana Jacky sonreía en silencio. A ella, nadie le exigía que se hartara de chucherías. Como iba a ser famosa por su belleza, no necesitaba si no pasearse por la calle, y que un millonario parase su Rolls Royce, y le pusiera un anillo de brillantes en su dedo anular.
En cambio, María, necesitaba más que un empujón, y ella se lo estaba dando.

Así que, además de las galletas y los helados, tuvo también que tragarse las lágrimas. Luego, mamá tuvo la feliz idea de regresar a Grecia poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y allí ella conoció por vez primera lo que era el hambre, y la prefirió al hartazgo de comer, pero eso no se lo dijo a nadie.
Para cuando los Aliados vencieron a Hitler, María había logrado poner un océano de por medio entre su madre y ella; y, aunque no le quisieran por sí misma, amaron su voz.

Meneghini, se enamoró al instante de aquella fuerza de la naturaleza, pero…

Pero no le bastaba. Quería que sus compañeros de reparto no hinchasen los carrillos a sus espaldas cuando la veían; ni que escondieran sus bocadillos de broma, o la llamasen “La Bola del Mundo”.
Quería pasearse por Manhattan y que los obreros le dijeran obscenidades desde sus andamios. Que silbaran a su trasero. Que le prometieran la luna y una jarra de cerveza; y por supuesto que un millonario, ya no en “Rolls”, si no en yate, pusiera a sus pies el mundo entero.

De vez en cuando le llegaban cartas desde Grecia, emborronadas con lo que parecían ser lágrimas:

Y a eso respondió con su última carta:

María firmó la carta con el que era ahora su nuevo nombre, más corto y elegante que el feo Kalogueropoulo. Un nombre adelgazado, perfecto para la mujer de un millonario, o una diva de la escena.

Volvió a contemplar el pedazo de carne cruda entre sus dedos. Le habían asegurado que estaba infectado por una tenia. ¿Cuántos kilos de infelicidad podría devorarle? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¿Una vida entera?

María Callas cerró los ojos, e ingirió el trozo de carne, y al hacerlo, tuvo la sensación de estar tragándose, de una vez por todas, su horrible infancia.

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