La Rebelión del Agua

Claire, sentada en las austeras gradas de la piscina cubierta, leía ensimismada un tratado sobre niños índigo. De vez en cuando, levantaba su cabeza con un sincronismo tal, que coincidía justo con el momento en que su esposo paraba para descansar después de cinco largos; entonces se saludaban con una sutil sonrisa y vuelta a empezar; así durante unos cuarenta minutos. 
A Claire le encantaba acompañar a Ramón en las tardes de invierno pues, a través de los enormes ventanales del la piscina cubierta, podía observar el río Ebro que se encuentra a pocos metros y, mediante un juego mágico de reflejos y luces del atardecer, podía imaginarle nadando en un río cristalino mientras ella le observaba leyendo desde la orilla. El ruido del agua le permitía ensimismarse en la lectura más que la tranquilidad de su despacho; en realidad, esta costumbre la había adquirido años antes cuando llevaba a sus hijos, Bárbara y Joseph, a sus clases de natación. Éstos, ocupados ahora con sus estudios, ya no la practican y es Ramón quien les ha tomado el relevo; por consejo de Claire, claro está.
A Ramón, la natación le gustaba, pues le servía para mantenerse en forma, pero sobre todo era la excusa perfecta para estar aislado bajo la atmósfera celestial del filtro azul de sus gafas de natación, y así poder divagar su mente, pues imaginar era en realidad su ejercicio preferido. 
Aquel día, Ramón iba pensando sobre la suerte que tenía de haber vivido el momento en que la ciudad de Zaragoza dejara de “darle la espalda” al río Ebro, y lo lejos que quedaba poder cumplirse el sueño de su querido Odón de Buen: un Planeta Tierra que viviera “de cara” a sus océanos. Impaciente por llegar a verlo, mientras volteaba rabioso dando una fuerte patada sobre la pared de la piscina, recordó un artículo visionario de la NGS, publicado a principios del siglo XX, donde el oceanógrafo y explotador polar, Jean-Baptiste Charcolí, ya imaginaba un futuro en el que las naciones disputarían con fiereza por los casquetes polares; tanto o más por los secretos ocultos bajo el hielo, como por éste mismo. El explorador francés apuntaba la posibilidad de que la Humanidad aprovechase en el futuro el agua de los polos como un mineral puro, tan valioso como lo eran en aquellos días el hierro o el cobre, considerando cualquier mezcla del mismo con otras aguas o sustancias como aleaciones a tratar por separado. Charcolí ideó toda una ciencia del tratamiento del agua, lástima que su vida se viera truncada de repente al morir ahogado en 1.936. Desgraciadamente todos sus estudios y proyectos se diluyeron el Océano Ártico.
Ramón, de pronto, creyó tener una revelación; si se quería mantener en el futuro un suministro de agua de calidad para el consumo humano, era necesario crear dos circuitos separados de agua, uno de agua potable tratada y de calidad para todo aquél uso que suponga contacto directo o indirecto con la alimentación humana, gestionado por el Ministerio de Salud Pública, y otro de agua procedente de depuración para el resto de usos, gestionado por el Ministerio de Industria y Minería; además, este agua debería ir coloreada, por ejemplo del mismo azul topacio donde ahora flotaba la angelical silueta de una joven bañista excepcionalmente esbelta que le superaba por la calle paralela. 
Ramón recordaba aquellas líneas y se convencía a si mismo de que habría que ir aún más lejos: <<a este segundo fluido no debería llamársele agua, y debería regularse su tratamiento para que en el futuro nunca más se mezclase con ella, sin haber pasado antes por destilación y un largo periodo de cuarentena tal vez de decenios o centenares de años. ¿Cómo se le podría llamar…?>>
Estaba tan metido en sus reflexiones, que por un momento se olvidó del medio en que se encontraba, y debió ser por eso que dejó de sacar la boca fuera del agua para respirar, absorbiendo una bocanada de agua, tan grande, que a pesar de la presteza con que su epiglotis reaccionó, no pudo evitar que penetrase algo en sus pulmones. El contacto del agua con su garganta, le produjo una tos convulsiva que, lejos de mejorar la situación, sólo hizo que empeorarla.
Ramón agitaba sus brazos en la piscina como un niño que no supiese nadar y por más que se esforzaba no conseguía recuperar la serenidad. Cada vez tragaba más agua, y a cada trago, le quemaba más, como si se tratase de un fuerte licor; tanto, que tuvo que dejar de mover los brazos para llevarse las manos a la garganta, entonces empezó a hundirse. La presión del agua aumentó, y tuvo que taparse la boca con la palma de la mano tratando de evitar que esta penetrase en su boca, pues a pesar de tenerla cerrada con fuerza parecía insuficiente para evitarlo. 
Ramón se vio a si mismo reposando contra el fondo de la piscina con los brazos en cruz y las piernas separadas como si unos grilletes invisibles le amarraran. Un fuego interno le quemaba por dentro entrando por su boca que, incomprensiblemente paralizado e incapaz de cerrarla, mantenía totalmente abierta. Poco a poco, aquél precioso azul topacio se convirtió en un gris que fue oscureciéndose hasta el negro, excepto en un punto blanco central que poco a poco fue haciéndose más grande hasta que inundó totalmente su retina con una luz intensa, entonces cerró los ojos.

Ramón, cariño mírame- ¿Estás bien? -le susurraba Claire.

Ramón, abrió los ojos lentamente y miró a Claire que estaba a su lado, su cara muy cerca de la suya. Le sorprendió verla sin sus gafas y con el pelo muy despeinado. Ramón trató de hablar para preguntarle que había pasado pero de su boca no podían salir palabras, sintió un fuerte escozor en la garganta que se lo impedía. Finalmente susurró:

¿Que ha sucedido?
Mon Cherie, se pasaron un montón con la mezcla de cloro de la piscina, te viste afectado y te hundiste al fondo. A pesar de que fueron unos segundos tragaste mucha agua, perdiste el conocimiento y has estado tres días en coma.
¿Tres días en coma...?

Texto no incluido en la mi novela: Los Viajeros del Agua (2012)

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