Días de panes y peces

Ramón Jordan, tenía otro día "de ranas"; de ese modo tan peculiar y personal definía la sensación de culpa que le rodeaba de niño cada vez que volvía de la Balsa de la Higuera después de haber pasado la tarde con sus amigos, atrapando, que no pescando,  ranas entre los juncos de la orilla, para someterlas después a tantas tropelías como su amplia imaginación de pequeños exploradores les ofrecía: meterlas en un frasco de cristal de Nescafé con tarántulas o "arraclavos", darlas de comer a una culebra, hacerlas fumar hasta explotar, diseccionarlas con un estilete oxidado entre fraseos seudocientíficos, para luego ensartarlas en un palo de anea y asarlas. Afortunadamente nunca se las comieron, su querido perro Moro, tampoco. Por la noche, sin saber porqué, o se desvelaba o tenía pesadillas con aguas oscuras llenas de batracios. Siempre se preguntó si a sus compañeros les costaba tanto conciliar el sueño como a él. A sus cincuenta años recién cumplidos, pensar en semejantes barbaridades todavía le producía remordimientos de conciencia.
El incidente con los peces le tenía una vez más sobrecogido, sabía que no había sido por su culpa, pero, qué más daba eso: entre todos la tenían...
Llevaba varias jornadas entre guardias y biólogos, colaborando hasta la extenuación en tareas extrañas que no le eran propias: capturar peces muertos o redivivos y, lo peor de todo, aguantar humillaciones y exageraciones del incidente.
El lugar de los hechos, tan precioso como recóndito, no permitía otra intendencia que bocadillos de jamón con tomate que llegaban a primera hora de la tarde, así pues, llevaba varios días entre panes y peces. Protagonista de una parábola surrealista en la que los primeros parecían multiplicarse cada vez que su ayudante traía la comida y los segundos, muertos o redivivos, en cada recuento de los guardias.
Ramón no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo; atenazado por un remordimiento inducido por la propaganda sesgada y la confusión, decidió hacer algo a propósito. Una tarde, cuando regresaba solo, con el ocaso de cara ensartado en las agujas de Peña Telera, y sonando a toda mecha la radio con Maria Ewing interpretando "voi che sapete" de las Bodas de Fígaro, al pasar junto a una manada de caballos que flaqueaban su camino, detuvo su "todo-terreno", paro el motor, bajo la ventanilla, el volumen de la radio y, dirigiéndose a uno de ellos, que curiosamente era blanco y negro, le dijo:
-- ¿A ti, qué te parece todo esto?
El caballo no contestó; ¡imagínense que lo hubiera hecho! En su lugar, el "ying-yang" equino, abandonó la tasca frondosa, se acercó a la ventanilla, metió su cabeza dentro, olisqueó la mano de Ramón buscando rastros de olor a pan y se quedó paralizado, apuntando sus dos orejillas dentro, absorto con los encantos canores de contratenor mozartiano.
Ramón, buscando consuelo o absolución, volvió a preguntar al caballo:
-- Tampoco ha sido para tanto ¿No?
El caballo no respondió, increpado por otro más alto y todo negro se alejó; éste, que a todas luces era el jefe de la manada, le tomó el relevo.
Ramón aprovechó para formularle la pregunta:
-- ¿Usted qué opina? ¿Ha sido delito?
Como era de esperar, éste tampoco contestó, pero Ramón Jordán se vio reflejado en sus grandes ojos de azabache y, atravesado por aquella mirada, comprendió.
-- Entiendo. Haré algo al respecto.
Ramón, bajó del auto, se quitó la camisa, buscó con sus dedos un poco de barro tierno en las suelas de sus botas; tal como lo había visto hacer a los indios en las películas, rayó con él su cara y su pecho, se encaramó sobre el techo del coche, y, mirando al pantano embarrado, abrió los brazos en cruz y rezó de la única manera que sabía.
Ramón pidió perdón por sus pecados, y por los de esta Humanidad que, mientras encierra algunos animales en jaulas de oro, a otros los hacina en porquerizas con el propósito de multiplicarlos, no por que les importe su existencia, sino para tener más número que meter troceados dentro de millones de barras de pan.
Terminada su expiación particular, Ramón, recobró su aspecto doméstico lavándose y poniéndose la camisa. De camino de casa, mientras en la radio, Cecilia Bartoli, declaraba a grito pelado: "Io son contenta". se juró a si mismo que aquél sería su último día de "panes y peces".

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