El Vagabundo I.

La vida nos rodea con unos límites sociológicos que definen el campo de batalla de nuestro ejercicio vital. Estos límites cambian con el tiempo; con frecuencia nos afanamos en ampliarlos con conquistas que no siempre conseguimos, incluso llegamos a perder terreno en amargas derrotas. A veces lo hacen espontáneamente, ora abriéndonos nuevos horizontes, ora limitando o impidiéndonos el acceso a espacios ya conocidos. Otras veces, las alteraciones resultan de la entrada o salida de actores nuevos, que suman o restan su espacio al nuestro: amig@s, espos@s, hij@s, novi@s, seres queridos que nos dejan. Excepcionalmente, aparecen personas que irrumpen en nuestras vidas de forma totalmente inesperada, incluso involuntaria y sin aportar nada a cambio, al menos aparentemente.

Algo así nos viene ocurriendo a mi esposa y a mí desde hace unos meses.

Comenzó a primeros de mayo, aún hacía frío; ya sabéis cuánto tardó en llegar esta primavera "otoñal" que hemos sufrido. Paseábamos por nuestro barrio. Como siempre, ella fue la primera en observarlo, advertido por ella, enseguida lo vi también. Quizá fue su blanca sonrisa, o su mirada limpia de inocente, lo que llamó nuestra atención, pero lo que nos conmovió profundamente, fue lo joven que parecía para ser un vagabundo.

Estaba sentado sobre el respaldo de un banco de la calle. Los pies, con unas zapatillas viejas y sucias, sobre el asiento. Los brazos, apoyados en sus rodillas, sujetaban su cabeza agachada, hasta que pasamos junto a él, entonces levantó la cabeza y nos regaló una sonrisa cautivadora que ambos le devolvimos como si le conociéramos del barrio.

Os parecerá una obscenidad lo que voy a decir, pero si existiera una boutique para vestir indigentes, el muchacho parecía haberse vestido en ella: unos pantalones de lona marrón, arrugados y más largos de la cuenta, se amontonaban sobre las zapatillas citadas; una camiseta, todavía blanca, se asomaba por el cuello redondo de un jersey amplio de lana, muy rozado y comido por el sol, quizá fue de color marrón; un gorro negro, también de lana, ajustado sobre su cabeza, dejaba escapar algunos rizos, casi pelirrojos, emergiendo hacia su nuca.

Mal afeitado, una barba de cabellos rojizos, incipiente y poco espesa, denotaba su juventud. Yo no le eché más de veintitres años.

--- Pobre muchacho --dijo mi esposa y continuó--. ¿Es posible que esté en la calle? Parece tan joven.
--- Parece extranjero. Habrá venido en plan hippie, con la VISA en el bolsillo. --dije yo displicente.
Pero una bolsa de papel como único equipaje y su soledad, hicieron reconsiderar mi afirmación.
Seguimos nuestro paseo camino de casa comentando lo difíciles que se estaban poniendo las cosas, y la suerte que teníamos nosotros, de momento, pues la preocupación por nuestros hijos, seguramente, ya no nos la quitaremos nunca de encima.

Los dos días siguientes no hubo paseo, llegué a casa demasiado tarde, pero llegado el viernes nuestro paseo de costumbre no faltó. De vuelta a casa, después de disfrutar una pinta en el Murray's,  ya con las últimas luces de la tarde, volvimos a verle en el mismo sitio, misma postura, misma indumentaria; sólo un cambio, en lugar de una, eran dos las bolsas de papel que le acompañaban.

No cabía duda, el muchacho estaba en la calle.

Escandalizados, seducidos por la terrorífica idea de que un hijo nuestro pudiera verse en semejante trance, sin que nadie le ayudara, vacilamos un momento con la idea de preguntarle, pero cierto pudor y algo de reparo, nos lo impidieron; en  su lugar aceleramos el paso camino de casa.

-- Corre, vamos a casa, le prepararé algo para que cene --dijo mi esposa, atacada de instinto maternal.

Media hora más tarde, sólo, armado con una bolsa de plástico que contenía un gran bocadillo, zumos, batidos, agua y frutos secos, me presenté en el lugar donde le habíamos visto. El muchacho no estaba. Durante una hora, mientras mi hijo se preparaba en casa un examen de matemáticas y mi padre debía estar acostándose en su cama de la residencia de ancianos, anduve por las calles de mi barrio buscándolo. Nunca había hecho algo así, y me resultaba rarísimo verme a mi mismo haciéndolo por un extraño: quería encontrarle, llegué a desearlo con desesperación. ---Con el frío que hace ¿Dónde pasará la noche?---. Me preguntaba, cuando sonó mi móvil. Era Martha.

--- ¿Estás bien?
--- Sí.
--- ¿Le has encontrado?
--- No. A lo mejor sí tiene piso, y está así en la calle, es porque está un poco trastornado.
--- Está bien vuelve a casa. Es muy tarde. Si le volvemos a ver le preguntaremos.
--- Ok.

Auto-convenciéndome de lo precipitada y exagerada que había sido nuestra reacción, volví a casa y me comí el bocadillo del vagabundo.

Al día siguiente, sábado, salíamos de nuestra calle camino de la compra semanal, cuando le vimos de nuevo, ésta vez fue el colmo, con equipaje de bolsas de papel, estaba rebuscando en una papelera, encontró una lata de refresco, la cogió y la escurrió infructuosamente sobre su boca.
Nos armamos de valor, aparcamos el coche precipitadamente, y nos acercamos a él como quien se acerca a un animalito silvestre, con sigilo, de cara, mirándole a los ojos y mostrándole nuestras manos desarmadas.

--- Perdona --le dije, algo temeroso.
--- ¿Sí? --dijo él, en perfecto castellano.
--- Es que te hemos visto varias veces por aquí, y bueno... Es que... ¿Vives en la calle? --pregunté al fin.
--- Sí --afirmó él, simpático, rotundo, sin pudor ni preocupación.
--- Pero... eres tan joven --dijo Martha.
--- ¿Estás bien? --le pregunté yo.
--- Sí, estoy genial --contestó sonriendo y convencido de su afirmación.
--- ¿Dónde te alojas?
--- A veces voy al refugio de San Blas.
--- ¿Tienes comida? ¿Necesitas algo? --le preguntó Martha, protectora.
--- No gracias. De verdad. Estoy genial  --repitió.
--- Es que eres tan joven --insistió Martha--. ¿Quieres el teléfono para llamar a alguien?
--- No gracias, tengo trabajo y casa. Estoy en la calle por voluntad propia. Cuando quiera puedo volver. Tengo llaves de casa.
--- ¿De verdad no necesitas nada?
--- Estoy genial. Gracias  --dijo con su sonrisa blanca y perfectamente"odontologizada"
--- Bueno, si es una elección tuya no te molestamos más.
--- Gracias, estoy genial --concluyó, con su dicción de bachiller castellano.
--- Cuídate muchacho.
--- Gracias. Que pasen buen día.

Sin decir más, nos rodeó con amabilidad, y prosiguió con paso firme.

Continuará....


Comentarios

Entradas populares de este blog

La Llama Eterna: Relato XVI –La Bendición Gitana–

ANARQUIA. Mensaje para los nacionalismos hegemónicos y colonizadores

POLVO DE ESTRELLA ROJA CON EL CORAZÓN BLANCO