El pozo de mi abuelo.

Uno de mis mejores recuerdos de la infancia, el pozo en el huerto de mi abuelo: antiguo, redondo, profundo, negro, fraguado. La soga, la garrucha, el caldero de zinc, la higuera oportunista que impedía que el sol se mirase dentro y que, sin la mano dura de mi abuelo muerto, creció tanto a su lado que acabó por estrangularlo desmoronando sus paredes de mampostería rústica.

 Aún recuerdo el descenso telúrico e impaciente del cubo metálico caliente y sediento, su sonido refrescante al chocar con el agua, la tensión de la cuerda en su negativa para subir de nuevo, su peso imposible para mis brazos de niño, su ascenso perezoso y reticente, el reposo al dejarlo, ya lleno, sobre la losa, el color invisible del agua derramada sobre la pila grande de piedra; su frescura, ideal para las gaseosas "de sobre" en las tardes de agosto. 

Crecí mirando al cielo y rogando para que lloviera, o que llegara el canal prometido; desilusionado, viajé a lugares más húmedos; lo logré. He visto ríos, arroyos, pantanos, embalses, mares, océanos, lagos, ibones, goteos cavernarios musicales... 

Seducido por el poder infatigable del agua, llevo media vida viviendo a costa de su trabajo sin que me pida nada a cambio, es mi inspiración, mi sustento; le estoy muy agradecido y todo porque, de niño, me enamoré de un elemento insípido pero dulce, fresco pero no frío que, aunque no lloviera, siempre estaba al fondo del pozo de mi abuelo, sólo hacia falta hacerse hombre para sacarlo. Gracias abuelo por tu pozo. Gracias agua.

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